Por Leonardo Padrón, 11/10/2015
Será un lento y feroz comienzo. Lento por lo eterno que todavía es.
Feroz por todo lo que hay en el camino, dilapidado, roto, exánime. Por la
gravedad de las heridas, por la cantidad de escombros, por la cólera que hay
untada en las paredes. Un comienzo del tamaño de un día, de un año, de una
generación. Ya no importa la dimensión. Importa que ocurra. Ya los venezolanos
no pueden tener otra cara más honda que la desesperación. Es tiempo de resolver
las estridencias. Hemos sido un atajo de errores. Un país equivocado. ¿Qué país
no ha sido un error alguna vez? Hay errores que han costado seis millones de
cadáveres. Hay errores que patean la historia y la rompen en dos. Nosotros
también. Somos un error de la talla de los caudillos elegidos: enfermos de
gloria y ego, intoxicados de resentimiento, frenéticos, deslucidos en su hacer.
Somos un error tercermundista, con soluciones frágiles, inciertas y cambiantes.
Pero debemos intentarlo otra vez. Ser mejores que nuestro último error. Ser
enmienda. Rectificación. De eso nos va la vida hoy.
Ya basta de escaldar nuestras lesiones con tanta saña, de desgastarnos
hablando mal de nosotros mismos, enumerando nuestras miserias a voz en cuello,
en televisión, en los restaurantes, en las colas de la farmacia o el
supermercado. No aguardemos la foto unánime y feliz de nuestros dirigentes. La
oposición entera no cabe en el ángulo de una cámara. La oposición son muchas
caras, mucha gente, muchos lugares del país. Todo ciudadano de bien se opone a
este paisaje de ruina que hoy somos. Todo obrero, maestro, vecino, artista,
oficinista, ama de casa o estudiante se opone a este cataclismo, a esta
zona de guerra, a este punzante saqueo de nuestras arcas. Todo venezolano
decente se opone a tanto agobio y sordidez. Todo venezolano cuerdo rechaza un
nuevo triunfo de la incompetencia. Hoy, ¿quién lo duda?, legiones de
simpatizantes del chavismo están alarmados ante este naufragio monumental.
No esperemos por la aparición del hombre predestinado, del esclarecido
que sacudirá a las masas como un flautista de Hamelín en clave de música
latina. No dependamos de la llegada de una docena de expertos en campañas
electorales, ni de la condena planetaria al régimen. No aguardemos por un
futuro premio Nobel que invocará la perfecta estrategia de la redención
nacional. Nuestro caos nos pertenece. Entre todos lo hemos hecho prosperar. Con
la rapiña y ambición del régimen, con la desidia e impericia de muchos de
nosotros. Por eso, entre todos toca remediarlo.
Y ya no importa si a algunos no les gusta la vehemencia de Chuo Torrealba,
los arcaísmos de Ramos Allup o la intensidad de María Corina Machado en el
flanco de la oposición. No se trata de seguir condenando a Henrique Capriles
por lo que hizo o dejó de hacer o a Leopoldo López por la salida a la calle o
la entrada a la cárcel. No importa si entre ellos existen desencuentros o
apetencias propias. Ni si algunos son poco creativos o asertivos. No interesa
ya si no nos entusiasma cómo habla uno o grita el otro. En todo caso, y he aquí
el oro, son gente que cree en la alternancia y el disenso. Gente que propone
otra forma de vida. Donde el mérito es un valor. Donde el conocimiento importa
más que el color de la camisa que vistas. Donde la tolerancia se impone sobre
los dogmas. Donde la libertad no es solo un sustantivo que calza en un himno.
No interesa ya si este se ha dormido o aquel comete deslices. No importa si
alguno suena a reliquia del pasado, a eslogan de derecha, a guerrillero
arrepentido, a tecnócrata sin carisma. Importa que son ciudadanos fuera de un
cuartel o de una trasnochada ideología (que termina también siendo un cuartel).
No importa si señalan la luz en bosques distintos. Lo crucial es que creen en
la luz. Y que cada día optan por apostar, no por claudicar. Nuestros líderes
están plagados de defectos, como nosotros, como nuestras parejas o amigos. Pero
se trata de que nos encontramos en estado de emergencia nacional. O nos
salvamos o nos hundimos todos.
Será un lento y feroz comienzo cuando por fin el noticiero, exhausto de
su vaho eterno de malas noticias, de su olor a formol y granada, asome una
noticia distinta a la de estos últimos 17 años. Una noticia que hable de una
nueva oportunidad. Y el camarógrafo triste por la tristeza de todos los días
será otro en su mirada. Y el redactor, y la productora, y los televidentes, la
doméstica de pies hinchados, el ejecutivo expropiado, el maestro de ruinoso
sueldo, el bachiller sin útiles, el mecánico sin repuestos, el médico sin
insumos, en fin, todos, qué digo todos, el país entero, agotado en su aliento
de animal herido, cansado de sus muertos, de la quejumbre, de las colas y la
miseria y el arroz que no hay, que otra vez no llegó, que quizás mañana o tal
vez más nunca, y de la voz en cadena que recita mentiras, que decreta una
felicidad imposible, un olor a rosas que no están, un mar que ya no es la
utopía, sino una estafa más, como esta turbia historia de militares
enriquecidos, de gente yéndose de donde no quiere irse, de gente agazapada
detrás de sus puertas, con miedo a la vida porque ahora huele a muerte, de
gente que ahora es menos, que ahora tiene un presente donde no cabe el futuro,
de gente tensa hasta romperse, de gente que antes sonreía en sus pasillos de
cerveza y salsa brava, de gente que no sabe dónde poner la esperanza, de gente
que sencillamente no sabe y ya, que eso es mucho, de tan vacío, de tan
desierto, gente que se está cansando de ser gente. Todos, sentirán la noticia
de una nueva oportunidad.
Será un lento y feroz comienzo cuando todo lo que es empiece a no ser,
cuando las marchas y las consignas galácticas se evaporen en el clima de una
nueva multitud, cuando las amenazas y el oprobio se conviertan en afonía,
cuando los carceleros renuncien a su faena, cuando las rotativas abandonen su
ruido de mulo domesticado, cuando el odio se vaya volviendo humo y derrota.
Pero para eso habrá que registrar los rincones del país, atizar al
perezoso, seducir al indiferente, convocar a los descreídos, a los indecisos,
abrazar al decepcionado, insistir con el reticente y convertirnos todos en una
tormenta inacabable de votos en las elecciones parlamentarias del 6 de
diciembre de este pavoroso 2015. Convertirnos en protagonistas de nuestro
derecho a volver a ser un país.
Habrá que inventar la mañana. Habrá que hacer el mismo gesto y
convertir a la sonrisa en un ejército de ocupación. Habrá que dejarse de
silencios y miedos. Y así todas las puertas se abrirán de par en par. Y la
vecina bailará sin música, y estremecerá sus ventanas, y todo aquel en la
calle, en la orilla, en la calzada, será un gesto de bienvenida y euforia.
Habrá que hacer una canción urgente, una melodía de recién llegados, y apurar
un tren que aún no existe, un pasillo grande para el regreso grande de los que
alguna vez fueron adiós.
Será un lento y feroz comienzo cuando la niña que tose y la mujer que desanda
la farmacia y la urgencia, y el padre colérico, expulsen un grito de fin de la
pesadilla, y se toparán con una plaza habitada por abrazos de los que ya no
había. Y cada quien, lustroso en la alegría repentina, sudoroso a fiesta
que se acerca, voluminoso en la sonrisa, asomado en sus propios ojos, dirá que
todo pasó, que el huracán fue un mal rato de casi dos décadas, que la vida se
estrena otra vez.
Será un lento y feroz comienzo de diciembre. Lento por la larga cuenta
regresiva que ya somos. Feroz por todos los obstáculos que tropezaremos. Será
un día preciso. Está allí. Afuera. Se le puede señalar con el índice. Ese día
es nuestro. Nadie nos lo va a quitar. Será apenas el comienzo. No la
resurrección de los justos. No la multiplicación de los panes y las harinas y
el café. No el acto final del odio. No la paz conclusiva. No la ultima marea.
Será solo eso: el comienzo. Lo que necesitamos con urgencia. Un comienzo. Así
sea duro, largo y difícil. Para dejar de ser un país fallido. Un territorio que
no funciona para vivir.
Un comienzo. Nuestro comienzo. Lento, feroz y absolutamente posible.
Tomado de:
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